EL SACERDOTE VENEZOLANO,
PROFETA DE LA ESPERANZA
Pbro. Antony Josué Pérez
10 de Enero de 2017
10 de Enero de 2017
Entre Julio y
Septiembre de 2015 tuve la providencial oportunidad de participar en
Bogotá-Colombia de un Diplomado en Formación Sacerdotal en el Centro Bíblico
Teológico Pastoral (CEBITEPAL) donde pude recibir mucho de extraordinarios
compañeros —la mayoría sacerdotes— y eminentes profesores con destacada
experiencia en el tema.
Unos
meses de estudios exigentes, dinámicos y muy provechosos. Tratábamos de aprender
y convencernos de cómo formar a los pastores y futuros consagrados a la luz del
Magisterio de la Iglesia, en el espíritu del discipulado, propio de Aparecida,
capaces de responder a los grandes desafíos actuales. Para eso tuvimos que
pasearnos necesariamente por la “realidad de nuestros pueblos”: aquí me tocó
hablar de mi País, Venezuela. Un momento para orar y compartir muy buenas
experiencias que, sin más, nos impulsan a ejercer con alegría el ministerio
sacerdotal.
Al
final del curso, no fueron pocos los compañeros y hermanos en el ministerio que,
impresionados por la situación de nuestro País, coincidieron en proponerme
presentar un aporte sobre “cómo el presbítero debe ser instrumento de esperanza
en Venezuela”. Ahora, trataré de saldar ese compromiso, y para ello fijo la
mirada en las Sagradas Escrituras, en el carácter y el espíritu de los
profetas, en Isaías, Jeremías y en el más grande de los nacidos de mujer, Juan
el bautista (Cfr. Lc 7, 28); en el Magisterio de la Iglesia y lo que el Señor
pueda dejarme imprimir en estas líneas.
1.
ISAÍAS, JEREMÍAS Y JUAN EL BAUTISTA.
En tiempos del
Profetas Isaías (740 a. C.) el reino de Judá estuvo constantemente amenazado
por los ataques del enemigo, sufrió el destierro y la destrucción; en sí, las
consecuencias propias del exilio y el pecado personal y social. Por eso, su
mensaje estará muy ligado a los acontecimientos históricos de su época y a la
realidad en la que vive. De allí que le tocará al Profeta asumir la misión que
le es propia, a saber, anunciar y denunciar. En efecto, condena severamente los
pecados e infidelidades de su pueblo (Cap. 1—39) y, al mismo tiempo, les llena
de consuelo, predicando la fidelidad de Dios y despertando en sus conciudadanos
la esperanza (Cap. 40—66).
No es difícil
interpretar la situación moral del pueblo de Israel. La rebeldía y la
inmoralidad se hicieron parte de su dinámica social y religiosa; la altivez, el
orgullo y la soberbia (Cfr. Is 2, 11) hicieron del israelita personas
idólatras, injustas y violentas. El pueblo ciego en su desobediencia aseguraba
su propia destrucción (Cfr. Is 3, 8). Sin embargo, en medio de tal desolación,
se levanta Dios llamando a uno de sus siervos para enviarlo en nombre suyo,
Isaías: “Entonces oí la voz del Señor,
que decía: ‘¿A quién voy a enviar? ¿Quién será nuestro mensajero? Yo respondí:
‘Aquí estoy yo, envíame a mí” (Is 6, 8).
Es el profeta
que habla con unción; el mismo espíritu de Dios está sobre el (Cfr. Is 61, 1). A
través del “enviado” Yahvé quiere consolar no solo con la fuerza de sus
palabras, sino también con su presencia, pues, es el “Dios con nosotros” (Cfr.
Is 7, 14; Mt 1, 23). El consuelo del Señor —“Consuelen,
consuelen a mi pueblo” (Is 40, 1) — es una buena noticia para el pueblo que
sufre el destierro y la esclavitud; están separados de su tierra, de su fe, de
sus tradiciones, su faz ha quedado desfigurada, no parecen ser el “pueblo de
Dios”. El Señor, a través de Isaías, toma parte, ha escuchado a su pueblo: “Israel, pueblo de Jacob, el Señor que te
creó te dice: ‘No temas, que yo te he libertado; yo te llamé por tu nombre, tú
eres mío...” (Is 43, 1).
Al profeta
Jeremías le tocó vivir la misma escena de Isaías. Su ministerio lo ejerció
desde el final del reinado de Josías hasta la deportación (Cfr. Jer 1, 1-3).
Fueron años de conspiraciones y revueltas. También como Isaías, conjuga la
severidad de sus juicios con la sutileza y delicada profundidad y claridad de
su lenguaje. Jeremías fue más allá de su timidez y sensibilidad (Cfr. Jer 1, 6).
Las circunstancias del pueblo le harán sufrir mucho; sacó de su soledad y
sufrimiento, lamentaciones, que no son más que confesiones a manera de oración;
éstas parecen ser el alma transparente del profeta que fija su mirada en el
Señor que le sostiene para arrancar y derribar, construir y plantar (Cfr. Jer
1, 10).
Juan el Bautista
es otro personaje que, sin más, rompe muchos paradigmas. Es el mayor de los
profetas (Cfr. Lc 7, 28). Él es el mensajero, la voz, el que prepara el camino,
el que predica el arrepentimiento (Cfr. Mt 3, 1-6). Su ministerio estuvo ceñido
por la austeridad y hablaba con el Espíritu
de la verdad (Cfr. Jn 14, 16-17), a
tal punto, de sufrir la cárcel y el martirio (Mt 11, 2a; 14, 10); su
predicación no sólo le ganó amigos, discípulos y admiración, incluso de Herodes,
sino también enemigos y contrarios. Sin embargo, fue un hombre recto, sin
doblez, sin presiones de ningún poder de su tiempo. Juan era un hombre libre,
la verdad lo hizo libre (Cfr. Jn 8, 32).
Estos tres
grandes personajes son modelo excelso de la misión de los profetas, del
profetismo en Israel y el nuevo profetismo inaugurado con Juan el bautista. Su
personalidad, espíritu y carácter, el cómo afrontaron cada realidad, el poder
de sus palabras, el liderazgo impreso desde su llamada, la libertad implícita
en sus denuncias y buenas noticias, inspiran y dejan como plan espiritual y
misionero un inequívoco proyecto de esperanza para los pueblos, para la Iglesia
y, preferencialmente para los que siendo parte de ellos, sufren constantemente pobreza
e injusticia. Es una especie de itinerario de esperanza pensado para quienes están
tentados por la resignación.
2.
VENEZUELA, UN PUEBLO MARCADO POR EL SUFRIMIENTO.
En el fondo del mensaje
y ministerio de los profetas, por lo menos de los tres antes citados, existe
una realidad social marcada por evidentes crisis que tocan no solo lo religioso
—la idolatría y la impiedad— sino lo moral, lo político —la libertad, el
pecado, la justicia—. Son de esas “epidemias epocales” que señalan la dinámica,
a veces equivocada de los pueblos, y en las que, como suele pasar en la
narración bíblica, Dios toma partido.
Nuestro País ha
sumado muchas buenas historias, pero en estos últimos años se ha visto
profundamente marcado no simplemente por una epidemia, sino por una pandemia de
injusticias sociales. Ello significa, en palabras más sencillas, que nuestro
pueblo está sufriendo, que también hoy nuestra gente pasa hambre, que no existe
ninguna seguridad social, más que algunos intentos improvisados. Respecto a las
causas, he dejado algo en mi artículo “Venezuela,
entre la idolatría y la penitencia” (cooperadordelsr.blogspot.com,
02/12/2016). Solo recuerdo en esta ocasión: el enemigo de la Fe “se ha valido de las
debilidades sociales y políticas para enfrentarnos unos con otros, causando
odio y división” (Ibídem); la
conjugación de esas responsabilidades me parecen que son totalmente válidas.
En nuestros días
no ha cambiado ese flagelo que ha movido masas: los pobres siguen siendo la
mayoría y, los ricos, la minoría que sigue teniendo cada vez más. Las
instituciones han colapsado gravemente, y podemos encontrarnos en cualquier
oficina un grupo de delincuentes alimentando la cada vez más evidente
corrupción. Como en tiempos de los profetas Isaías, Jeremías y Juan bautista,
Venezuela sigue siendo asediada por intereses mezquinos de propios y
extranjeros que juegan a tomar el poder político; todas las energías parecen
estar puestas aquí, descuidando las prioridades, poniendo en riesgo los
derechos humanos y las libertades que, como ha venido pasando, llenan de
desesperanza y desesperación sobre todo a los más débiles, al pueblo sencillo,
a la gente humilde.
Somos testigos
de un hervidero de ideas, unas defendidas con razón y verdad, otras con
insensatez y maldad. La polarización ha hecho del venezolano un ser a la
defensiva, violento, agresivo; es lo que la circunstancia nos ha enseñado a
ser. Dichosos aquellos que conservan los principios de las más nobles familias
que, en las diferencias, nos enseñaron a amar y respetar a todos. Por eso,
estoy seguro que los valores no se han perdido, están en cada uno, solo nos
corresponde hacer que resplandezcan de nuevo; no es otra cosa que hacer que los
ciegos vean (Cfr. Mt 11, 5).
La
incertidumbre, la pobreza, el odio, la delincuencia, la escasez, el hambre, las
muertes, la inseguridad, afligen a muchas familias, a la gran mayoría de los
nuestros. Los pastores, que estamos con el pueblo de Dios, somos testigos
fundamentales de este trágico sufrimiento. Nuestro servicio religioso y
espiritual está dedicado a casos que, casi todos, tienen relación con esta gama
de sufrimientos: personas que se suicidan a causa de la depresión, madres que
sufren la muerte de sus hijos, jóvenes asesinados, secuestros, pobreza, estrés
y nerviosismo, venganza, desesperación, migración, diferencias políticas,
padres que no saben qué hacer para alimentar a sus hijos, jóvenes que no
encuentran ningún futuro en su tierra. Últimamente he sentido que el País está para llorarlo, como Jesús
hizo respecto a Jerusalén (Cfr. Lc 19, 41).
Los sacerdotes,
que nos hemos consagrado a la causa del Reino (Mt 19, 12), también sufrimos con
nuestro pueblo, no somos ajenos a ninguna de estas tristes dificultades. Por
eso, la Iglesia en Venezuela, a pesar de ser perseguida y calumniada, no ha
dejado de permanecer unida y ser la comunidad donde los más necesitados
encuentran cobijo y auxilio: un hospital de campaña abierto a todos (Cfr.
S.E.R. Mons. Diego Padrón, Presidente de la CEV). Ella, como Madre y Maestra,
por la sabiduría que ha alcanzado del Espíritu y del pueblo santo de Dios nos
enseña a ser pastores de la esperanza, sacerdotes con olor a ovejas (Cfr. Papa
Francisco).
3.
PROFETAS DE LA ESPERANZA.
Hasta aquí
tenemos suficientes elementos para caer en cuenta que la vocación y el ministerio
sacerdotal no es una profesión, ni un oficio individualista, sino un estilo de
vida dinámico y discipular que estimula con gran razón el ser profetas por el
bautismo. Mucho antes de ordenarme un sabio amigo sacerdote me “profetizó” que
sería sacerdote en un tiempo muy difícil; este hermano, con el que ahora
comparto el ministerio, no se equivocó. Por eso, los sacerdotes de Venezuela
vivimos un tiempo de gracia; nos toca asumir sobre nuestros hombros a la oveja
herida que es la Patria y con ella a cada prójimo que sufre, hasta dar la vida
como el buen Pastor (Cfr. Jn 10, 10). Ello implica, también, en este tiempo
especial de gracia, avivar el fuego del don que Dios nos dio en la ordenación
(Cfr. 2Tim 1, 6), que no es otra cosa que “tomar la firme e irrevocable
decisión de subir a Jerusalén” (Cfr Lc 9, 51) y cargar con el Señor la pesada
Cruz de nuestros días.
Ello supone
asumir con alegría, el carácter y el espíritu de los profetas, nuestra misión
de ir y hacer discípulos, de enseñar, pastorear y santificar. Para eso debemos
ser discípulos apasionados por Cristo (Cfr. Aparecida, 277), conscientes de que
el pueblo de Dios necesita ser acompañado y formado por nosotros (Cfr.
Aparecida, 282). Aparecida nos recuerda que “El
presbítero, a imagen del Buen Pastor, está llamado a ser hombre de la
misericordia y la compasión, cercano a su pueblo y servidor de todos,
particularmente de los que sufren grandes necesidades” (Aparecida, 198). El
ejercicio de este ministerio exige, con razón, conversión personal-pastoral y la
valentía y prudencia de los profetas. También ahora tenemos el gran compromiso
de anunciar y denunciar y, sobre todo, de darle esperanza a nuestra gente, que
no es otra cosa que anunciar a Jesucristo vivo y resucitado, pues, “llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero,
eso es lo que significa recibir esperanza... y quien tiene esperanza vive de
otra manera; se le ha dado una vida nueva” (Benedicto XVI, Spe salvi, 2. 3).
El sacerdote
profeta de la esperanza debe ser el primer convencido que es posible esperar.
“Su espera” o su “nostalgia de Dios” (Cfr. Papa Francisco, Epifanía 2017) debe
contagiar a los suyos y atraer, sobre todo, a los que están fuertemente
tentados a desistir, dudar y resignarse. Para ello debe formarse con mucho
celo, para enseñar con rectitud y defender con humildad la fe cristiana de los
riesgos que traen consigo sociedades en conflictos como la nuestra donde se
inflan las ideologías y pseudofilosofías antropocéntricas y ateas que,
naturalmente, se oponen a la fe, a la dignidad del ser humano y al verdadero
progreso de los pueblos.
No podemos ser
profetas del terror, de la desventura o de la desgracia, sino de la alegría y
de la esperanza, aun cuando a nosotros mismo nos toca pasar por muchas
calamidades. Precisamente “lo que nos da
ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los
malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios” (Benedicto
XVI, Spe salvi, 35). Consolados por esta certeza, que no es otra que la del
Evangelio, una vez convencidos de lo que Dios puede hacer en nuestra pobre
vida, estamos llamados a convencer a nuestro pueblo sufriente de que “Es importante ... saber que... todavía
puedo esperar, aunque aparentemente ya no tenga nada más que esperar para mi
vida o para el momento histórico que estoy viviendo” (Benedicto XVI, Spe
salvi, 35).
Tengamos en
cuenta, como pastores, la sutileza, delicada profundidad y claridad del
lenguaje de los profetas; que sepamos como buenos maestros de la fe, conducir a
nuestro pueblo y consolarlo con el consuelo de Dios. La cercanía con el pueblo
sufriente, como ha sido siempre, aun en circunstancias dictatoriales,
rebeliones, guerras y conflictos, debe ser irrenunciable, por amor del bien, de
la verdad y de la justicia (Cfr. Spe salvi, 38). Junto a ellos debemos
“preparar el camino” y saber dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es
del César (Cfr. Mt 22, 21). Por eso, no podemos renunciar a estar con el
pueblo, aun cuando las circunstancias nos presionen por todos lados y los
vientos de doctrina sean tan fuertes. Junto a ellos también estamos llamados a
construir y a edificar.
Pidámosle a Dios
con súplicas confiadas e insistentes (Cfr Mt 7, 7-11), en actitud de profunda
adoración, que nos asista con la sabiduría y el discernimiento del Espíritu,
pues nuestras fuerzas no bastan para ser tan firmes, a maneras de columnas,
como nos lo exigen los desafíos de hoy. Nuestra misión es paradigmática en
cuanto no estamos luchando contra hombres de carne y hueso, sino contra seres
espirituales muy poderosos (Cfr. Ef 6, 12) que causan divisiones, siguen sus
deseos naturales y no tienen el Espíritu de Dios (Cfr Ap 1, 19).
Por eso, nuestro
ministerio ha de estar sellado por la fidelidad irrenunciable a Dios y a la
Iglesia, hasta dar la vida. Eso requiere que actuemos, que seamos y parezcamos
lo que hemos recibido, que nuestra vida y forma de vivir acredite lo que somos;
no somos caudillos ni zelotes, dirigentes políticos ni dictadores, pajas
barridas por el viento ni ingenuos ciegos serviles a intereses particulares o
de poder, parásitos, por más, pasivos, ni pobres asustadizos; somos ante todo,
pastores con la impronta de Jesucristo, con plenos derechos ciudadanos y
eclesiales y con el grave deber de hacer todo lo necesario por la salvación de
las almas (Cfr CDC, 1752).