“EL SEMINARIO, CORAZÓN DE LA DIÓCESIS”
Pbro. Antony Josué Pérez
1.
INTRODUCCIÓN.
En el marco de
los XX aniversario de fundación de nuestro Seminario Mayor “San Pablo, Apóstol”
de Maturín, la Iglesia local está invitada a “volver una mirada especial” al “Corazón
de la Diócesis”; por lo que significa en sí mismo y por lo que representan
estos largos veinte años formando a los pastores y futuros pastores al estilo
de Jesús buen pastor.
Es un tiempo
propicio para “conocer”, “amar” y “apoyar” a esta comunidad discipular de
formación sacerdotal que nació y ha crecido en las entrañas de nuestro estado,
dando vida y alegría a las comunidades y promoviendo la vocación entre los
jóvenes. Es, además, un tiempo para “orar” y “promover” la vocación al
ministerio sacerdotal en nuestra Diócesis: necesitamos sacerdotes y sostener
con la oración a los consagrados. Y un tiempo adecuado para evaluar y relanzar
nuestra visión y misión. Crear así la cultura vocacional en la espiritualidad,
teología y pedagogía del llamado.
2.
EL SEMINARIO.
El Seminario
mayor es necesario para la formación sacerdotal. Toda la educación de los
alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a
ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, maestro, sacerdote y Pastor (Cfr. Optatam totius, n° 4). Por tanto, el
Seminario, como Corazón de la Diócesis (Cfr. Optatam totius, n° 5) es un tiempo de camino significativo en la
vida de un discípulo de Jesús, destinado a la formación y al discernimiento, un
tiempo de preparación para la misión… una comunidad en camino (Cfr. Benedicto
XVI).
Para los
obispos, el Seminario es la institución primaria de la diócesis (Directorio
para el ministerio de los obispo, IV, n° 5) y constituyen para éste, su primer
formador. El Concilio Vaticano II en el Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, destaca la importancia
del Seminario para la vida de las parroquias y el afecto y apoyo que ha de
recibir de toda la comunidad diocesana.
Junto a la
preocupación por el seminario y los seminaristas, todos los sacerdotes y demás
responsables de pastoral, catequistas, agentes, etc., han de motivarse
seriamente a permanecer atentos a los jóvenes y a los niños que se plantean la
vocación sacerdotal. Ello estimula a preguntarse siempre: ¿Qué estoy haciendo
para promover las vocaciones?
El Seminario no
procura ser una institución aburguesada, escondida, cerrada, invisible,
desconocida, sino una comunidad de discípulos sencilla, abierta a todos, una
luz a lo alto de la montaña, visible, acogedora, conocida y amada por todos:
sus formadores, seminaristas, profesores, sacerdotes, amigos, fieles en
general. Por eso, debe hacerse un gran esfuerzo por mantener el aspecto
familiar, profundamente sacerdotal y fraternal de esta comunidad a la que
debemos mucho.
La identidad
profunda del Seminario es ser, a su manera, una continuación en la Iglesia, de
la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús. Es una experiencia
original de la vida de la Iglesia. Una comunidad estructurada por una profunda
amistad y caridad, que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en
la alegría. Es una comunidad eclesial educativa, intensamente dedicada a la
formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de los futuros presbíteros
(Cfr. Pastores dabo vobis, n° 60-61).
3.
NUESTRA HISTORIA.
El Seminario
Mayor San Pablo, Apóstol, se regocija en aquellos que han sido protagonistas en
la realización de este sueño; que tuvo sus inicios en 1958, en el pensamiento
del primer Obispo de ésta Diócesis, S.E.R. Mons. Antonio José Salaverría.
Fue en 1995, con
el proceso de Renovación de la Diócesis, y por la necesidad de formación, que
el 2do. Obispo, S.E.R. Mons. Diego Rafael Padrón, hizo esfuerzos por crear un
seminario, consolidarlo como institución y en una sede segura y propia. Comenzó
siendo una pequeña casa ubicada en el sector “Barrio Obrero” de Maturín, y para
ese entonces, contaba con 13 seminaristas.
En 1996, estos
jóvenes son trasladados a otra casa ubicada en la Calle Monagas, (actualmente
la Curia Diocesana). En esta sencilla casa, los jóvenes fueron creciendo como
comunidad cristiana y como futuros sacerdotes de Monagas. Un camino de altos y
bajos que permitieron consolidar la estructura actual de nuestro seminario. Y
el primer grupo de discípulos. No fue fácil; dificultades, desvelos,
sacrificios, pero con una firme convicción de fe, enamorados de Dios, guiados
por María Santísima y el ejemplo insigne del Apóstol San Pablo nuestro patrono,
entregados a la Iglesia, apostaron el todo por el todo.
En el año 1997,
en terreno que es de la Iglesia, adquirido por compras desde hace varias
décadas, se construye la sede actual del Seminario Mayor, en honor a San Pablo,
Apóstol de los gentiles. Dicha sede del Seminario, se localiza en el sector El
Silencio de Campo Alegre, hacia el este de la Ciudad. Para su fundación, en
1995, Monseñor Diego Padrón nombró al primer Rector, el Pbro. Miguel Febres y
los asistentes Diác. Napoleón Rocca y Carlos Díaz. Sucediéndoles en la
dirección de esta casa: Pbro. Eduardo Campagnolo, Pbro. Gustavo Ulloa, Pbro.
Jacinto Robles, y actualmente Pbro. Doménico Deciderio, con la asistencia
reconocida del Pbro. José G. Álvarez, Pbro. Aníbal Parra, Pbro. David Vásquez,
Pbro. Jesús Echezuría y el Pbro. Antony Josué Pérez.
Los estudios
tienen una duración de 8 años. Comienza con un primer año de Propedéutico o
Introductorio, luego 3 años dedicados al estudio de la Filosofía, y luego 4
años a la profundización de la Teología. En el cuerpo de profesores se cuentan
con eminentes pedagogos de la Universidad de Oriente y de la Universidad
Pedagógica Experimental Libertador, así como también, algunos sacerdotes de
esta Diócesis. De allí la preocupación de Mons. Diego Padrón por su
establecimiento y consolidación para forjar nuevos ministros del Señor, que
puedan con propiedad, ocuparse de la enseñanza religiosa, de la divulgación de
la Fe Católica, de la expansión del Reino de Dios.
Los seminaristas
realizan formación pastoral en pleno contacto con la gente, a los
requerimientos y necesidades de la población. Los fines de semana asisten a
algunas parroquias y pastorales de la Diócesis y últimamente se han dedicado al
trabajo catequético de la comunidad circundante.
De esta casa de
formación han egresado más de 28 sacerdotes nativos del estado Monagas,
ordenados por el tercer y actual Obispo de nuestra Diócesis Mons. Enrique Pérez
Lavado. Actualmente se preparan 15 seminaristas de las Diócesis Maturín, más la
misma ha servido en la formación de los candidatos de Diócesis hermanas tales
como: Trujillo, Valle de la Pascua, Calabozo, Acarigua Araure, Carúpano,
Margarita y Barcelona.
Toda esta gran
obra ha sido y será gracias a la participación y entrega de muchos rostros, que
con sus oraciones, consejos, ánimo y aporte material han dado el todo por el
todo sabiendo que no hay don más grande después del bautismo que el Orden
Sacerdotal, un tesoro que se lleva en vasijas de barro.
4.
FOMENTAR Y APOYAR LAS VOCACIONES.
La Iglesia nos enseña
que el deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los
fieles, que debe procurarlo. Los sacerdotes deben mostrar un grandísimo celo
apostólico por el fomento de las vocaciones y atraer el ánimo de los jóvenes
hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa y amable (Cfr. Optatam totius, n° 2).
La vocación
sacerdotal es un don que nace de la iniciativa de Dios, es un don de la caridad
de Dios. Un don para la Iglesia, un bien para su vida y misión. No es una
carrera o profesión, nuestros seminaristas no se gradúan de curas, sino que se
consagran sacerdotes. Por eso, la Iglesia está llamada a custodiar este don, a
estimarlo y amarlo, aun en las dificultades y crisis. Solamente sobre esta
convicción la diócesis procurará un estímulo eficaz de fomento y ayuda en las
familias y diversos integrantes y miembros de la comunidad cristiana, orando al
Dueño de la mies (Mt 9, 38) (espiritualidad), conociendo la enseñanza de la
Iglesia (teología) y promoviendo espacios, grupos y movimientos vocacionales
(pedagogía).
Fomentar y
apoyar las vocaciones, al Seminario y sus seminaristas se traduce en hechos
concretos que empiezan por “una clara conciencia y madurez eclesial”, se habla
de “cultura vocacional”, se “acompaña y ayuda” en sus necesidades al Seminario
y sus miembros. Hoy más que nunca debemos “volver la mirada” a nuestra casa de
formación, sin prejuicios e indiferencias, sin tensiones. Mirarla con amor, con
la ternura de Dios, con confianza; mirarla con los mismos ojos que vemos a
nuestra familia, para gozarnos siempre en sus alegrías y anécdotas, para llorar
con sus dificultades, pero, sobre todo, para cuidarla, protegerla y saber defenderla
porque nos pertenece.
Fomentar
implica, también, mantener el don del Seminario entre nosotros, con la “mirada”
puesta en el valor que ha tenido para la Iglesia toda, especialmente para
nuestra Diócesis, lo que hemos llamado el sueño de Mons. Ramírez, la obra de
Mons. Padrón y la prioridad pastoral de Mons. Enrique.
5.
RELANZAR LA VISIÓN Y MISIÓN.
El Seminario, su historia, su “hoy” es, sin
duda, un motivo claro de la necesidad urgente que tienen nuestras comunidades
de testigos fieles, animación evangélica concreta y eficaz, que suscite
vocaciones. Su “hoy” es un motivo también para relanzar la visión y misión del
Seminario, aprendiendo a mirar el pasado y el presente con agradecimiento y
soñar en un futuro con optimismo.
Los pesimismos
en nada ayudan, no contribuyen, sino que se convierten en obstáculos y
tensiones y se materializan en falsos criterios, infecundos por sí mismos. El
“hoy” de la formación exige mayor compromiso, “conversión pastoral” de cuantos
tienen la extraordinaria misión de configurar a los jóvenes con Cristo buen
pastor. Nadie tiene derecho de “jugar” con esta misión primaria de la Iglesia.
Relanzar la
visión y misión del Seminario no consiste en un espíritu reformista, sino en
esa actitud de tomar conciencia que esta misión nos apremia. Es dar a conocer
el Seminario más allá de su zona geográfica y, sobre todo, no dejar de formar
bien a los futuros pastores. Que a lo interno se viva con deseo e ilusión lo
que es el Seminario; en un clima profundamente evangélico, que se conozca bien
y ame el carisma del sacerdote diocesano y la vida ejemplar de san Pablo,
Apóstol; que se esté siempre en actitud de acogida y fraternidad; y a lo
externo, que el Seminario palpite con mayor intensidad, pero sin arritmias,
como el “Corazón de la Diócesis”, que sea el tesoro precioso escondido en el
campo, que no sea una diana llena de dardos, sino el lugar donde todos quieren
estar, a donde todos quieran ir y la comunidad que todos quieren conocer y
ayudar; una comunidad que esté siempre con las puertas abiertas.
Esto se hace
visible en esta triple dimensión de la cultura vocacional: es necesario crear
incentivos de oración: horas santas, encuentros, eucaristías, celebraciones,
retiros; una pedagogía catequética propia: catequesis vocacionales,
convivencias, etc., acciones concretas, visibles, con objetivos específicos que
definan la intensionalidad.
6.
NUESTRO CARISMA Y ESPIRITUALIDAD.
El Sacerdote
Diocesano o secular es un ministro, formado en el Seminario mayor, ordenado al
servicio de su Diócesis; se incardina a su Iglesia local bajo el pastoreo de su
ordinario, el Obispo, y se inserta a un presbiterio, conformado por el resto de
sus hermanos sacerdotes, de modo estable. Su carisma es el de Jesús Buen
Pastor, que da su vida por las ovejas (Cfr. Jn 10) y su espiritualidad se
fundamenta en la Caridad Pastoral; una unida a la otra en cuanto a que la
caridad pastoral es aquella virtud con la que se imita a Cristo buen pastor. La
espiritualidad sacerdotal es la vida de Cristo Sumo y Eterno sacerdote y Buen
Pastor.
El sacerdote
diocesano está al servicio de todas las vocaciones y carismas, como servicio de
comunión, armonía y unidad. Por ello se habla de “diocesaneidad” o de
“espiritualidad diocesana”, que es la inserción de la propia vocación y
carisma, en el aquí y ahora de la realidad de la Iglesia particular.
7.
SAN PABLO, APÓSTOL, NUESTRO PATRONO.
Las fuentes
fundamentales acerca de la vida de San Pablo pertenecen todas al Nuevo
Testamento: los Hechos de los Apóstoles y las catorce Epístolas que se le
atribuyen, dirigidas a diversas comunidades cristianas. Saulo (tal era su
nombre hebreo) nació en Tarso de Cilicia en el seno de una familia acomodada de
artesanos, judíos fariseos de cultura helenística que poseían el estatuto
jurídico de ciudadanos romanos. Después de los estudios habituales en la
comunidad hebraica del lugar, Saulo fue enviado a Jerusalén para continuarlos
en la escuela de los mejores doctores de la Ley, en especial en la del famoso
rabino Gamaliel. Adquirió así una sólida formación teológica, filosófica,
jurídica, mercantil y lingüística (hablaba griego, latín, hebreo y arameo).
La conversión: los
jefes de los sacerdotes de Israel le confiaron la misión de buscar y hacer
detener a los partidarios de Jesús en Damasco. Pero de camino a esta ciudad,
Saulo fue objeto de un modo inesperado de una manifestación prodigiosa del
poder divino: deslumbrado por una misteriosa luz, arrojado a tierra y cegado,
se volvió a levantar convertido ya a la fe de Jesucristo (36 d. C.). Según el
relato de los Hechos de los Apóstoles y de varias de las epístolas del propio
Pablo, el mismo Jesús se le apareció, le reprochó su conducta y lo llamó a
convertirse en el apóstol de los gentiles (es decir, de los no judíos) y a
predicar entre ellos su palabra.
Sus viajes: en
compañía de San Bernabé, San Pablo inició desde Antioquía el primero de sus
viajes misioneros, que lo llevó en el año 46 a Chipre y luego a diversas
localidades del Asia Menor. Creó centros cristianos en Perge (Panfília), en
Antioquía de Pysidia, en Listra, Iconio y Derbe de Licaonia. El éxito fue
notable; pero también fueron numerosas las dificultades. En Listra escapó de la
muerte sólo porque sus lapidadores creyeron erróneamente que ya había muerto. Entre
el primer y el segundo viaje, San Pablo residió algún tiempo en Antioquía (49-50
d. C.), desde donde marchó a Jerusalén para asistir al llamado "Concilio
de los Apóstoles".
El segundo viaje
evangélico (50-53) comprendió la visita a las comunidades cristianas de
Anatolia, fundadas unos años antes; luego fue recorriendo parte de la Galatia
propiamente dicha, visitó algunas ciudades del Asia proconsular y marchó
después a Macedonia y Acaya. La evangelización se hizo particularmente patente
en Filippos, Tesalónica, Berea y Corinto. También Atenas fue visitada por San
Pablo, quien pronunció allí el famoso discurso del Areópago, en el que combatió
la filosofía estoica. El resultado, desde el punto de vista evangelizador, fue
más bien exiguo. Durante su estancia en Corinto, donde estuvo en contacto con
el gobernador de la provincia, Gallón (hermano de Séneca), inició al parecer
San Pablo su actividad como escritor, enviando la primera y segunda Epístola a
los tesalonicenses, en las que ilustra a los fieles acerca de la parusía o
segunda venida de Cristo y de la resurrección de la carne.
El tercer viaje
(53-54-58) se inició con la visita a las comunidades del Asia Menor y continuó
también por Macedonia y Acaya, donde San Pablo Apóstol estuvo tres meses. Pero
como centro principal fue escogida la gran ciudad de Éfeso. Allí permaneció
durante casi tres años, trabajando con un grupo de colaboradores en la ciudad y
su región, especialmente en las localidades del valle del Lico.
De los años 61 a 63 vivió San Pablo en Roma, parte
en prisión y parte en una especie de libertad condicional y vigilada, en una
casa particular. En el transcurso de este primer cautiverio romano escribió por
lo menos tres de sus cartas: la Epístola a los efesios, la Epístola a los
colosenses y la Epístola a Filemón. En el año 66, cuando se encontraba
probablemente en la Tréade, San Pablo fue nuevamente detenido por denuncia de
un falso hermano. Desde Roma escribió la más conmovedora de sus cartas, la
segunda Epístola a Timoteo, en la que expresa su único deseo: sufrir por Cristo
y dar junto a Él su vida por la Iglesia. Encerrado en horrenda cárcel, vivió
los últimos meses de su existencia iluminado solamente por esta esperanza
sobrenatural. Se sintió humanamente abandonado por todos. En circunstancias que
han quedado bastante oscuras, fue condenado a muerte; según la tradición, como
era ciudadano romano, fue decapitado con la espada. Ello ocurrió probablemente
en el año 67 d. C., no lejos de la carretera que conduce de Roma a Ostia. Según
una tradición atendible, la abadía de las Tres Fontanas ocupa exactamente el
lugar de la decapitación.