miércoles, 30 de noviembre de 2016

EL SEMINARIO, CORAZÓN DE LA DIÓCESIS


“EL SEMINARIO, CORAZÓN DE LA DIÓCESIS”

Pbro. Antony Josué Pérez


1.      INTRODUCCIÓN.

En el marco de los XX aniversario de fundación de nuestro Seminario Mayor “San Pablo, Apóstol” de Maturín, la Iglesia local está invitada a “volver una mirada especial” al “Corazón de la Diócesis”; por lo que significa en sí mismo y por lo que representan estos largos veinte años formando a los pastores y futuros pastores al estilo de Jesús buen pastor.

Es un tiempo propicio para “conocer”, “amar” y “apoyar” a esta comunidad discipular de formación sacerdotal que nació y ha crecido en las entrañas de nuestro estado, dando vida y alegría a las comunidades y promoviendo la vocación entre los jóvenes. Es, además, un tiempo para “orar” y “promover” la vocación al ministerio sacerdotal en nuestra Diócesis: necesitamos sacerdotes y sostener con la oración a los consagrados. Y un tiempo adecuado para evaluar y relanzar nuestra visión y misión. Crear así la cultura vocacional en la espiritualidad, teología y pedagogía del llamado.

2.      EL SEMINARIO.

El Seminario mayor es necesario para la formación sacerdotal. Toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, maestro, sacerdote y Pastor (Cfr. Optatam totius, n° 4). Por tanto, el Seminario, como Corazón de la Diócesis (Cfr. Optatam totius, n° 5) es un tiempo de camino significativo en la vida de un discípulo de Jesús, destinado a la formación y al discernimiento, un tiempo de preparación para la misión… una comunidad en camino (Cfr. Benedicto XVI).

Para los obispos, el Seminario es la institución primaria de la diócesis (Directorio para el ministerio de los obispo, IV, n° 5) y constituyen para éste, su primer formador. El Concilio Vaticano II en el Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, destaca la importancia del Seminario para la vida de las parroquias y el afecto y apoyo que ha de recibir de toda la comunidad diocesana.

Junto a la preocupación por el seminario y los seminaristas, todos los sacerdotes y demás responsables de pastoral, catequistas, agentes, etc., han de motivarse seriamente a permanecer atentos a los jóvenes y a los niños que se plantean la vocación sacerdotal. Ello estimula a preguntarse siempre: ¿Qué estoy haciendo para promover las vocaciones?

El Seminario no procura ser una institución aburguesada, escondida, cerrada, invisible, desconocida, sino una comunidad de discípulos sencilla, abierta a todos, una luz a lo alto de la montaña, visible, acogedora, conocida y amada por todos: sus formadores, seminaristas, profesores, sacerdotes, amigos, fieles en general. Por eso, debe hacerse un gran esfuerzo por mantener el aspecto familiar, profundamente sacerdotal y fraternal de esta comunidad a la que debemos mucho.

La identidad profunda del Seminario es ser, a su manera, una continuación en la Iglesia, de la íntima comunidad apostólica formada en torno a Jesús. Es una experiencia original de la vida de la Iglesia. Una comunidad estructurada por una profunda amistad y caridad, que pueda ser considerada una verdadera familia que vive en la alegría. Es una comunidad eclesial educativa, intensamente dedicada a la formación humana, espiritual, intelectual y pastoral de los futuros presbíteros (Cfr. Pastores dabo vobis, n° 60-61).

3.      NUESTRA HISTORIA.

El Seminario Mayor San Pablo, Apóstol, se regocija en aquellos que han sido protagonistas en la realización de este sueño; que tuvo sus inicios en 1958, en el pensamiento del primer Obispo de ésta Diócesis, S.E.R. Mons. Antonio José Salaverría.

Fue en 1995, con el proceso de Renovación de la Diócesis, y por la necesidad de formación, que el 2do. Obispo, S.E.R. Mons. Diego Rafael Padrón, hizo esfuerzos por crear un seminario, consolidarlo como institución y en una sede segura y propia. Comenzó siendo una pequeña casa ubicada en el sector “Barrio Obrero” de Maturín, y para ese entonces, contaba con 13 seminaristas.

En 1996, estos jóvenes son trasladados a otra casa ubicada en la Calle Monagas, (actualmente la Curia Diocesana). En esta sencilla casa, los jóvenes fueron creciendo como comunidad cristiana y como futuros sacerdotes de Monagas. Un camino de altos y bajos que permitieron consolidar la estructura actual de nuestro seminario. Y el primer grupo de discípulos. No fue fácil; dificultades, desvelos, sacrificios, pero con una firme convicción de fe, enamorados de Dios, guiados por María Santísima y el ejemplo insigne del Apóstol San Pablo nuestro patrono, entregados a la Iglesia, apostaron el todo por el todo.

En el año 1997, en terreno que es de la Iglesia, adquirido por compras desde hace varias décadas, se construye la sede actual del Seminario Mayor, en honor a San Pablo, Apóstol de los gentiles. Dicha sede del Seminario, se localiza en el sector El Silencio de Campo Alegre, hacia el este de la Ciudad. Para su fundación, en 1995, Monseñor Diego Padrón nombró al primer Rector, el Pbro. Miguel Febres y los asistentes Diác. Napoleón Rocca y Carlos Díaz. Sucediéndoles en la dirección de esta casa: Pbro. Eduardo Campagnolo, Pbro. Gustavo Ulloa, Pbro. Jacinto Robles, y actualmente Pbro. Doménico Deciderio, con la asistencia reconocida del Pbro. José G. Álvarez, Pbro. Aníbal Parra, Pbro. David Vásquez, Pbro. Jesús Echezuría y el Pbro. Antony Josué Pérez.

Los estudios tienen una duración de 8 años. Comienza con un primer año de Propedéutico o Introductorio, luego 3 años dedicados al estudio de la Filosofía, y luego 4 años a la profundización de la Teología. En el cuerpo de profesores se cuentan con eminentes pedagogos de la Universidad de Oriente y de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, así como también, algunos sacerdotes de esta Diócesis. De allí la preocupación de Mons. Diego Padrón por su establecimiento y consolidación para forjar nuevos ministros del Señor, que puedan con propiedad, ocuparse de la enseñanza religiosa, de la divulgación de la Fe Católica, de la expansión del Reino de Dios.

Los seminaristas realizan formación pastoral en pleno contacto con la gente, a los requerimientos y necesidades de la población. Los fines de semana asisten a algunas parroquias y pastorales de la Diócesis y últimamente se han dedicado al trabajo catequético de la comunidad circundante.

De esta casa de formación han egresado más de 28 sacerdotes nativos del estado Monagas, ordenados por el tercer y actual Obispo de nuestra Diócesis Mons. Enrique Pérez Lavado. Actualmente se preparan 15 seminaristas de las Diócesis Maturín, más la misma ha servido en la formación de los candidatos de Diócesis hermanas tales como: Trujillo, Valle de la Pascua, Calabozo, Acarigua Araure, Carúpano, Margarita y Barcelona.

Toda esta gran obra ha sido y será gracias a la participación y entrega de muchos rostros, que con sus oraciones, consejos, ánimo y aporte material han dado el todo por el todo sabiendo que no hay don más grande después del bautismo que el Orden Sacerdotal, un tesoro que se lleva en vasijas de barro.

4.      FOMENTAR Y APOYAR LAS VOCACIONES.

La Iglesia nos enseña que el deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe procurarlo. Los sacerdotes deben mostrar un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraer el ánimo de los jóvenes hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa y amable (Cfr. Optatam totius, n° 2).

La vocación sacerdotal es un don que nace de la iniciativa de Dios, es un don de la caridad de Dios. Un don para la Iglesia, un bien para su vida y misión. No es una carrera o profesión, nuestros seminaristas no se gradúan de curas, sino que se consagran sacerdotes. Por eso, la Iglesia está llamada a custodiar este don, a estimarlo y amarlo, aun en las dificultades y crisis. Solamente sobre esta convicción la diócesis procurará un estímulo eficaz de fomento y ayuda en las familias y diversos integrantes y miembros de la comunidad cristiana, orando al Dueño de la mies (Mt 9, 38) (espiritualidad), conociendo la enseñanza de la Iglesia (teología) y promoviendo espacios, grupos y movimientos vocacionales (pedagogía).

Fomentar y apoyar las vocaciones, al Seminario y sus seminaristas se traduce en hechos concretos que empiezan por “una clara conciencia y madurez eclesial”, se habla de “cultura vocacional”, se “acompaña y ayuda” en sus necesidades al Seminario y sus miembros. Hoy más que nunca debemos “volver la mirada” a nuestra casa de formación, sin prejuicios e indiferencias, sin tensiones. Mirarla con amor, con la ternura de Dios, con confianza; mirarla con los mismos ojos que vemos a nuestra familia, para gozarnos siempre en sus alegrías y anécdotas, para llorar con sus dificultades, pero, sobre todo, para cuidarla, protegerla y saber defenderla porque nos pertenece.

Fomentar implica, también, mantener el don del Seminario entre nosotros, con la “mirada” puesta en el valor que ha tenido para la Iglesia toda, especialmente para nuestra Diócesis, lo que hemos llamado el sueño de Mons. Ramírez, la obra de Mons. Padrón y la prioridad pastoral de Mons. Enrique.

5.      RELANZAR LA VISIÓN Y MISIÓN.

 El Seminario, su historia, su “hoy” es, sin duda, un motivo claro de la necesidad urgente que tienen nuestras comunidades de testigos fieles, animación evangélica concreta y eficaz, que suscite vocaciones. Su “hoy” es un motivo también para relanzar la visión y misión del Seminario, aprendiendo a mirar el pasado y el presente con agradecimiento y soñar en un futuro con optimismo.

Los pesimismos en nada ayudan, no contribuyen, sino que se convierten en obstáculos y tensiones y se materializan en falsos criterios, infecundos por sí mismos. El “hoy” de la formación exige mayor compromiso, “conversión pastoral” de cuantos tienen la extraordinaria misión de configurar a los jóvenes con Cristo buen pastor. Nadie tiene derecho de “jugar” con esta misión primaria de la Iglesia.

Relanzar la visión y misión del Seminario no consiste en un espíritu reformista, sino en esa actitud de tomar conciencia que esta misión nos apremia. Es dar a conocer el Seminario más allá de su zona geográfica y, sobre todo, no dejar de formar bien a los futuros pastores. Que a lo interno se viva con deseo e ilusión lo que es el Seminario; en un clima profundamente evangélico, que se conozca bien y ame el carisma del sacerdote diocesano y la vida ejemplar de san Pablo, Apóstol; que se esté siempre en actitud de acogida y fraternidad; y a lo externo, que el Seminario palpite con mayor intensidad, pero sin arritmias, como el “Corazón de la Diócesis”, que sea el tesoro precioso escondido en el campo, que no sea una diana llena de dardos, sino el lugar donde todos quieren estar, a donde todos quieran ir y la comunidad que todos quieren conocer y ayudar; una comunidad que esté siempre con las puertas abiertas.

Esto se hace visible en esta triple dimensión de la cultura vocacional: es necesario crear incentivos de oración: horas santas, encuentros, eucaristías, celebraciones, retiros; una pedagogía catequética propia: catequesis vocacionales, convivencias, etc., acciones concretas, visibles, con objetivos específicos que definan la intensionalidad.

6.      NUESTRO CARISMA Y ESPIRITUALIDAD.

El Sacerdote Diocesano o secular es un ministro, formado en el Seminario mayor, ordenado al servicio de su Diócesis; se incardina a su Iglesia local bajo el pastoreo de su ordinario, el Obispo, y se inserta a un presbiterio, conformado por el resto de sus hermanos sacerdotes, de modo estable. Su carisma es el de Jesús Buen Pastor, que da su vida por las ovejas (Cfr. Jn 10) y su espiritualidad se fundamenta en la Caridad Pastoral; una unida a la otra en cuanto a que la caridad pastoral es aquella virtud con la que se imita a Cristo buen pastor. La espiritualidad sacerdotal es la vida de Cristo Sumo y Eterno sacerdote y Buen Pastor.

El sacerdote diocesano está al servicio de todas las vocaciones y carismas, como servicio de comunión, armonía y unidad. Por ello se habla de “diocesaneidad” o de “espiritualidad diocesana”, que es la inserción de la propia vocación y carisma, en el aquí y ahora de la realidad de la Iglesia particular.

7.      SAN PABLO, APÓSTOL, NUESTRO PATRONO.

Las fuentes fundamentales acerca de la vida de San Pablo pertenecen todas al Nuevo Testamento: los Hechos de los Apóstoles y las catorce Epístolas que se le atribuyen, dirigidas a diversas comunidades cristianas. Saulo (tal era su nombre hebreo) nació en Tarso de Cilicia en el seno de una familia acomodada de artesanos, judíos fariseos de cultura helenística que poseían el estatuto jurídico de ciudadanos romanos. Después de los estudios habituales en la comunidad hebraica del lugar, Saulo fue enviado a Jerusalén para continuarlos en la escuela de los mejores doctores de la Ley, en especial en la del famoso rabino Gamaliel. Adquirió así una sólida formación teológica, filosófica, jurídica, mercantil y lingüística (hablaba griego, latín, hebreo y arameo).

La conversión: los jefes de los sacerdotes de Israel le confiaron la misión de buscar y hacer detener a los partidarios de Jesús en Damasco. Pero de camino a esta ciudad, Saulo fue objeto de un modo inesperado de una manifestación prodigiosa del poder divino: deslumbrado por una misteriosa luz, arrojado a tierra y cegado, se volvió a levantar convertido ya a la fe de Jesucristo (36 d. C.). Según el relato de los Hechos de los Apóstoles y de varias de las epístolas del propio Pablo, el mismo Jesús se le apareció, le reprochó su conducta y lo llamó a convertirse en el apóstol de los gentiles (es decir, de los no judíos) y a predicar entre ellos su palabra.

Sus viajes: en compañía de San Bernabé, San Pablo inició desde Antioquía el primero de sus viajes misioneros, que lo llevó en el año 46 a Chipre y luego a diversas localidades del Asia Menor. Creó centros cristianos en Perge (Panfília), en Antioquía de Pysidia, en Listra, Iconio y Derbe de Licaonia. El éxito fue notable; pero también fueron numerosas las dificultades. En Listra escapó de la muerte sólo porque sus lapidadores creyeron erróneamente que ya había muerto. Entre el primer y el segundo viaje, San Pablo residió algún tiempo en Antioquía (49-50 d. C.), desde donde marchó a Jerusalén para asistir al llamado "Concilio de los Apóstoles".

El segundo viaje evangélico (50-53) comprendió la visita a las comunidades cristianas de Anatolia, fundadas unos años antes; luego fue recorriendo parte de la Galatia propiamente dicha, visitó algunas ciudades del Asia proconsular y marchó después a Macedonia y Acaya. La evangelización se hizo particularmente patente en Filippos, Tesalónica, Berea y Corinto. También Atenas fue visitada por San Pablo, quien pronunció allí el famoso discurso del Areópago, en el que combatió la filosofía estoica. El resultado, desde el punto de vista evangelizador, fue más bien exiguo. Durante su estancia en Corinto, donde estuvo en contacto con el gobernador de la provincia, Gallón (hermano de Séneca), inició al parecer San Pablo su actividad como escritor, enviando la primera y segunda Epístola a los tesalonicenses, en las que ilustra a los fieles acerca de la parusía o segunda venida de Cristo y de la resurrección de la carne.

El tercer viaje (53-54-58) se inició con la visita a las comunidades del Asia Menor y continuó también por Macedonia y Acaya, donde San Pablo Apóstol estuvo tres meses. Pero como centro principal fue escogida la gran ciudad de Éfeso. Allí permaneció durante casi tres años, trabajando con un grupo de colaboradores en la ciudad y su región, especialmente en las localidades del valle del Lico.

De los años 61 a 63 vivió San Pablo en Roma, parte en prisión y parte en una especie de libertad condicional y vigilada, en una casa particular. En el transcurso de este primer cautiverio romano escribió por lo menos tres de sus cartas: la Epístola a los efesios, la Epístola a los colosenses y la Epístola a Filemón. En el año 66, cuando se encontraba probablemente en la Tréade, San Pablo fue nuevamente detenido por denuncia de un falso hermano. Desde Roma escribió la más conmovedora de sus cartas, la segunda Epístola a Timoteo, en la que expresa su único deseo: sufrir por Cristo y dar junto a Él su vida por la Iglesia. Encerrado en horrenda cárcel, vivió los últimos meses de su existencia iluminado solamente por esta esperanza sobrenatural. Se sintió humanamente abandonado por todos. En circunstancias que han quedado bastante oscuras, fue condenado a muerte; según la tradición, como era ciudadano romano, fue decapitado con la espada. Ello ocurrió probablemente en el año 67 d. C., no lejos de la carretera que conduce de Roma a Ostia. Según una tradición atendible, la abadía de las Tres Fontanas ocupa exactamente el lugar de la decapitación.