VENEZUELA, ENTRE LA IDOLATRÍA Y LA PENITENCIA
Pbro. Antony Josué Pérez
02 de Diciembre de 2016
El proceso de
consolidación de nuestro País, con sus luchas, éxitos, caídas y libertades, hizo
de nuestro pueblo la República de la que hemos disfrutado hasta hoy. La fuerza
del Evangelio ha sido germen y semilla de innumerables historias cargadas de fe
que han permitido que Venezuela esté consagrada al Santísimo Sacramento (2 de
Julio de 1899) como una manifestación preclara de que “somos el pueblo de Dios”
(Cfr. Jer 32, 38).
Esto da
testimonio de la larga tradición cristiana de los venezolanos; es propia la
devoción silenciosa y popular de nuestro pueblo. La Iglesia ha sido Madre solícita
y sus pastores, apóstoles, testigos y actores de cómo la fe se ha ido
transmitiendo en las familias y en cada rincón de esta Patria que ama solícitamente
a María, la Madre del Señor, y mira en los santos, lo que realmente son,
modelos de fe.
La combinación
de los deberes religiosos y ciudadanos hicieron de los hombres y mujeres de
este pueblo humildes luchadores por mantener la fe, la educación, el respeto,
la solidaridad y muchas otras innumerables bondades que le son características
a los que nacieron bañados del tricolor. Esto alcanzó el reconocimiento del
mundo y dispuso los ambientes para acoger a tantos que en Venezuela
progresaron, hicieron familia y, junto con nosotros, aprendieron a valorar esta
tierra tan rica y bendecida por Dios.
Por eso, son muchos los libros que se
pueden imprimir sobre las bondades de este País y de su gente, de hecho los hay.
Venezuela es un gran País. Sin embargo, hoy “sobrevive en medio de profundas y
rápidas transformaciones... que a decir de la Conferencia Episcopal Venezolana
en la exhortación “El Señor ama al que busca la justicia” (2016), sufre una
profunda crisis en lo moral, social, político y económico; una situación que
para todos es evidente y real, una crisis que todos padecemos, un flagelo que
pudimos haber prevenido con sensatez...” (Discurso, 226 aniversarios de Barrancas
del Orinoco, 24 de Octubre de 2016). Sin intensión de buscar culpables, parece
que las causas no son sólo nuestro
error, existen sospechas de fuentes sombrías que se deben afrontar con la plena
convicción de la Fe. De esta última idea estoy convencido. No pueden ser sólo
las pasiones individuales de algunos o hasta de las mayorías las que provoquen
tanto mal. A esto se suma una clara incidencia del verdadero Mal; a esto me
refiero al hablar de fuentes sombrías.
Es lógico que el
pueblo se sienta abatido en estas horas. El enemigo de la Fe no nos perdona que
hayamos consagrado nuestro País al Santísimo Sacramento y que seamos una de las
excepciones donde personalmente ha querido venir a traer el mensaje de la
salvación la Madre de Dios, María de Coromoto. Por eso, se ha valido de las
debilidades sociales y políticas para enfrentarnos unos con otros, causando
odio y división. Si esto es considerado prueba de Dios, tendría mis reservas;
Dios no prueba de esta manera aunque no deja de sacar de las crisis frutos de
salvación. Solo quien causa odio y división es Satanás. Él es el verdadero
enemigo de la Fe y de la Patria, que sabe seducir magistralmente, engaña y
confunde. Si lo intentó con el Señor en el desierto (Cfr. Mt 4, 1-10) ni
pensemos qué puede hacer con nosotros que podemos dejarnos zarandear fácilmente
por cualquier viento de doctrina.
Por eso, no
dudaría en afirmar que otra de las causas de nuestras calamidades es la
idolatría. Es preocupante la distancia que hoy existe entre la fe cristiana y
un gran número de nuestros conciudadanos que han optado por movimientos
pseudoreligiosos, esotéricos, de brujería y santería, ideológicos y de poder;
simplemente estos caminos son incorrectos, no nos llevan a Dios. La idolatría
hoy se traduce en Venezuela en el culto a la personalidad, en el fanatismo
político, en el consumismo exacerbado, aun en la evidente crisis; en la
renuncia a los principios morales y éticos que ocasiona una grave transgresión
a los mandamientos de la ley de Dios, a la caridad y la dignidad de la persona;
en la profunda corrupción, que no es otra cosa que idolatría al dinero y al
poder; el odio entre hermanos, las divisiones y la muerte. Esto es idolatría
porque se opone totalmente al plan de salvación de nuestro Señor y a Dios
mismo.
Para recuperar
la imagen primigenia de nuestra nación volvamos la mirada a las Sagradas
Escrituras. Pensemos en Nínive, la gran ciudad (Jon 3, 1-10), que se
arrepintió, se convirtió e hizo penitencia: “Los
habitantes de la ciudad, grandes y pequeños, creyeron en Dios” (Jon 3, 5). Nuestra
penitencia debe comenzar por dejar de lado la soberbia y poder reconocer con
humildad que nos hemos desviado del camino que el Señor desde antiguo nos ha
mostrado. Hoy es evidente que cuesta mucho sentarse a concretar acuerdos que
salven a este deteriorado País, pues, la penitencia consiste en hacer, aunque
cueste de una y otra parte, lo necesario, aunque eso suponga sacrificios. Penitencia
es sustituir la crisis generalizada por un proyecto que vaya más allá de lo
político; un proyecto personal que nos salve verdaderamente, que no es otra
cosa que decir con la Iglesia: Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del
cielo y de la Tierra. Creo en Jesucristo su único Hijo, nuestro Señor... Creo
en el Espíritu Santo. Amén.
Que el auxilio
de nuestra Madre María de Coromoto nos sostenga en la misericordia de su Hijo,
nuestro Señor, para que las preocupaciones de esta vida no nos aparten de los bienes
eternos. Amén.