martes, 31 de octubre de 2017

EL CENTENARIO DEL NATALICIO DE MONS. RAMÍREZ

EL CENTENARIO DEL NATALICIO DE
S.E.R. MONS. ANTONIO JOSÉ RAMÍREZ SALAVERRÍA

BENDICIÓN E INAUGURACIÓN DE LA BIBLIOTECA DEL 
SEMINARIO MAYOR "SAN PABLO APÓSTOL"


PBRO. ANTONY JOSUÉ PÉREZ
 31 DE OCTUBRE DE 2017

Este día histórico está marcado providencialmente por la persona del Obispo; celebramos el Centenario del Natalicio de S.E.R. Mons. Antonio José Ramírez Salaverría y el Décimo Cuarto aniversario de ordenación episcopal de nuestro Obispo, tercero en la Iglesia particular de Maturín, S.E.R. Mons. Enrique Pérez Lavado.

Por tanto, un día bastante propicio para desarrollar algunas líneas entorno a su ministerio y dejar, como es evidente, algunas florecillas a la memoria del Primer Obispo de Maturín, a quien seguimos sintiendo presente en el legado que sostienen las manos de Mons. Enrique Pérez.

Es inevitable no dejar en claro que para mí es una bendición darle este honor a la memoria de Mons. Ramírez, por eso no deja de ser un atrevimiento fuera de toda vanidad personal y, al mismo tiempo, un reconocimiento a quienes mejor que yo pudieran exponer una mejor síntesis de la vida y la herencia de quien para nosotros nunca dejará de ser el Padre espiritual de la Diócesis de Maturín.

Respecto a la persona del Obispo encontramos en las Sagradas Escrituras el famoso pasaje de San Pablo donde recomienda a Timoteo: “El que tiene este cargo ha de ser irreprensible... llevar una vida seria, juiciosa y respetable. Debe estar siempre dispuesto a hospedar gente en su casa; debe ser apto para enseñar, no debe ser borracho ni amigo de peleas, sino bondadoso, pacífico y desinteresado en cuanto al dinero... no debe ser un recién convertido, no sea que se llene de orgullo y caiga bajo la misma condenación en que cayó el diablo. También debe ser respetado entre los creyentes, para que no caiga en deshonra y en alguna trampa del diablo” (1Tim 3, 1-7).

San Ignacio de Antioquía, obispo y mártir del siglo I dejó a los Filadelfios una carta donde se referirá al Obispo, a la santidad de éste y a la comunión en estos términos: “Sé muy bien que vuestro Obispo no ha recibido el ministerio de servir a la comunidad ni por propia arrogancia ni de parte de los hombres ni por vana ambición, sino por el amor de Dios Padre y del Señor Jesucristo... Procuren, pues, participar de la única Eucaristía, porque una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y uno solo el cáliz que nos une a su sangre; uno solo el altar y uno solo el obispo con el presbiterio y los diáconos...”

La comunidad cristiana iba progresando en la conciencia de fe y del carácter apostólico de la persona del Obispo a quienes presenta el autor como garantía y signo visible de la comunión y la unidad, como un hombre llamado por Dios y constituido siervo por su voluntad.

El Decreto Christus Dominus del Concilio Vaticano II dice de los obispos: “Obispos, (...) puestos por el Espíritu Santo, ocupan el lugar de los Apóstoles como pastores de las almas, y juntamente con el Sumo Pontífice y bajo su autoridad, son enviados a actualizar perennemente la obra de Cristo, Pastor eterno. Los Obispos han sido constituidos por el Espíritu Santo, que se les ha dado, verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores. En el ejercicio de su ministerio de enseñar, anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo, deber que sobresale entre los principales de los Obispos, llamándolos a la fe con la fortaleza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva. En el ejercicio de su ministerio de padre y pastor, compórtense los Obispos en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos que conocen a sus ovejas y son conocidos por ellas, verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y preocupación para con todos, y a cuya autoridad, confiada por Dios, todos se someten gustosamente”. (CD, 1. 12. 15-16).

El tesoro de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio compone a manera de nota musical, perfecta, sonora y armónica el aspecto sacramental y pastoral de aquellos que “ocupan el lugar de los Apóstoles como pastores de almas... constituidos por el Espíritu Santo, que se les ha dado, como verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores”. (CD, 2).

En la persona de Mons. Ramírez, nacido el 31 de Octubre de 1917, hoy hace cien años, sin esperar ser lo que hoy constituye para esta generación y las que están por venir, se encarna sin altibajos lo que la Iglesia enseña del obispo. Mons. Antonio José nació para ser lo que hoy tenemos a simple vista: un cristiano ejemplar, un sacerdote y Obispo santo. Por eso, escribir sobre él, diría Ramón Felipe Rodríguez en el libro “La sabiduría del corazón”, es escribir historia. “Escribir sobre Mons. Ramírez es exigirse mucho, pues estamos hablando de un hombre integral, de un cristiano ejemplar, de un poeta y músico eminente de nuestro tiempo, de un sacerdote y obispo que vivió, sin ninguna duda, en olor de santidad. Monseñor fue un santo y toda su vida es un paradigma que fue construyendo otros, desde Cariaco hasta Maturín; su vida fue haciendo una larga historia que devela la labor de un verdadero pastor, de un sacerdote con olor a ovejas, de un hombre humilde y cercano, de un hombre bueno y sabio”

En el centenario de su natalicio diría, en palabras suyas: “no me queda otra alternativa que darles... a los vientos de la vida estas hojas secas de mi otoño”. Para ello hago uso de unos apuntes que vengo recogiendo desde aquel histórico sábado 28 de Junio de 2014, día de mi ordenación diaconal y día de la partida al cielo de Mons. Antonio José.  

“Mons. Ramírez, como todos conocimos y recordamos al primer Obispo de Maturín, ha dejado en la iglesia diocesana la imagen de un pastor anciano, venerable, sonriente y santo. Es natural describirlo por sus característicos y débiles movimientos a causa de la edad y producto de la enfermedad que padeció; casi alcanzó los noventa y siete años de edad. Sin embargo, su lucidez brillaba cual luz de lámpara; la sabiduría de sus comentarios, siempre cargados de símiles impregnados de belleza y sus predicaciones develaban su alma de niño, su fortaleza espiritual y su dulce amor por el Señor. La enfermedad no lo ganó, él ganó a la enfermedad y fue descubriendo el sentido salvífico del sufrimiento: Suplía en su carne lo que le faltó a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia (Cfr. Col 1, 24); especialmente por la iglesia particular de Maturín, a la que se entregó en cuerpo y alma hasta sus últimos días.

Su aparente debilidad no fue otra cosa que signo de fuerza, de una fuerza misteriosa y mística que desde su niñez impregnó su vida, sin embargo, estaba muy consciente del peso de sus años. Es característica aquella anécdota que se cuenta a testimonio del mismo Monseñor de cuando era niño: “le dio paludismo, fiebre infecciosa, anquilostomiasis y por último lechina, —prosiguió el Obispo— Mons. Sixto Sosa..., viéndome en aquel estado de debilidad... me envió donde un médico eminente de Cumaná, muy amigo de él... —que— le dijo: ¡Monseñor, ese muchacho no le va a durar mucho!”.[1] Jocosamente Monseñor presumía de su edad: “el que no iba a durar mucho”, decía,  lleva más de noventa años. Ahora diríamos, el que no iba a durar mucho, no sólo fue sacerdote, sino obispo fundador de la Diócesis y uno de los pocos vivientes, hasta 2014, del gran milagro del Papa San Juan XXIII, el Concilio Vaticano II.

La debilidad física contrastaba en anchura y profundidad con su fortaleza espiritual, que era mayor a sus limitaciones; dicha salud del alma lo sostuvo hasta que por razones de edad, según manda la ley de la Iglesia, dejó de ser el Ordinario de la Diócesis de Maturín para convertirse en Obispo Emérito; un obispo, como él mismo llegó a decir, “pasado por el filo”. Por el testimonio de muchos que le conocieron de cerca, su hermana Lourdes Ramírez, su sobrina Ilda —ambas fallecidas— y tantos otros, podemos decir con razón que su enfermedad se transformó en Cruz; “ni en la prueba socio-política ni en la enfermedad se —ha— turbado su alma”[2]. Supo recorrer su camino de sufrimiento con mucha paciencia; Monseñor no se quejaba por nada, de nada ni de nadie, al contrario, siempre era agradecido de Dios y de los numerosos gestos de cariño de la gente.

Aun en su ancianidad no representó para nadie una carga pesada que llevar. Sus días los pasó tranquilo, orando, meditando, entre su vieja máquina de escribir y su chinchorro. El santo Obispo padecía de un conformismo ejemplar, no exigía más de lo que, según él, basta para vivir. Sus años le eran suficientes, por eso solía decir: “El más robusto vive hasta ochenta” (Sal 90, 10). Sin embargo, él ya había pasado los noventa años de vida. Así que se mofaba, con su buen sentido del humor, de sus años: “Ilda se quedó en los setenta y yo estoy de ñapa”.[3]

Monseñor Ramírez no hizo de sus impedimentos físicos una polémica, ni siquiera escondió su debilidad. Por el contrario, sacó de su debilidad de anciano una fuerza espiritual y moral que cautivaba a niños, jóvenes y adultos. Sus padecimientos no le impidieron estar en medio de los suyos; cómo no recordar las multitudinarias Eucaristías que, ya siendo Emérito, seguía celebrando en ocasiones especiales en su Catedral, esa misma que nació, como él mismo llegó a decir en una entrevista, con el “signo de llenura” (todavía sin techo se celebraba la Misa en una Catedral repleta de fieles). El pueblo tampoco se distanció de él, simplemente todos querían saludar al Obispo de bastón, en Maturín y en cualquier otro lugar a donde asistiera.

Alrededor del Obispo enfermo, cansado y debilitado por los años siempre hubo demostraciones de afecto, deferencia y veneración. Sus sucesores, S.E.R. Mons. Diego Padrón y S.E.R. Mons. Enrique Pérez, actual Obispo de la Diócesis, el clero, los seminaristas, los religiosos, laicos, niños, jóvenes y adultos, generación tras generación, conocieron y quisieron a Monseñor Ramírez. Desde Cariaco, su tierra natal, a Margarita, la casa de la Virgen Del Valle y hasta los últimos rincones de su única y amada esposa a la que se entregó en cuerpo y alma: la Diócesis de Maturín, que seguía recorriendo a pesar de sus achaques de viejo. Estando yo de año de pastoral en la Catedral de Ntra. Sra. Del Carmen, el epicentro de la diocesaneidad, pude sentir muy de cerca estos sentimientos.

La presidencia de la Eucaristía me atrevo a describirla con aquellas palabras de la Escritura: “Así era cuando se ponía ropa de gala y llevaba ornamentos espléndidos; cuando subía al magnífico altar y llenaba de esplendor el atrio del templo; cuando, de pie junto a la leña, recibía de los otros sacerdotes las porciones, mientras los jóvenes formaban una corona alrededor como retoños de cedro en el Líbano. Lo rodeaban como sauces junto a un río, todos los descendientes de Aarón en su esplendor, llevando en las manos las ofrendas para el Señor, delante de todo el pueblo de Israel. Cuando terminaba el servicio del Altar, preparaba los sacrificios para el Altísimo, tomaba en sus manos la copa y ofrecía un poco de vino derramándolo al pie del altar, como olor agradable para el Altísimo, el Rey del universo... Cuando ... terminaba el servicio en el altar, habiendo ofrecido al Señor los sacrificios prescritos, bajaba del altar con los brazos levantados sobre toda la comunidad de Israel, y pronunciaba la bendición del Señor, alegre de poder invocar su nombre. La gente se arrodillaba una vez más para recibir de él la bendición” (Eclesiástico 50, 11-15. 19-21).

Monseñor a mediados de Junio de 2014 se sintió más débil y fue hospitalizado. El mismo que durante más de treinta y seis años sostuvo a muchos hijos, ahora es sostenido por los que aprendieron junto a él a hacer y enseñar las verdades fundamentales de la fe, la caridad y la fraternidad. Junto a él estuvieron siempre los que su paternal ministerio protegió con particular bondad. Diría el Padre Marcelino D’Arthenay: “Él es buen árbol y el que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”.[4]

Un buen árbol que dio mucho fruto y que, por regalo de Dios, tuvo la dicha de ver crecer y madurar. La Dama de sus pensamientos, la Catedral, es el símbolo de su gran obra y un monumento de su inmortalidad, la casa a la que todos iban para celebrar, junto a su Obispo, grandes solemnidades y fiestas. Durante su convalecencia, casi sin que nadie lo sospechara, Monseñor pasaba sus últimos días en una pequeña catedral: autoridades, el clero y muchos fieles junto a él como a manera de rosetones, devolvían en gestos de cariño y gratitud por su vida sacrificada y generosa en bien de la Iglesia y de tantos otros que en el camino aprendieron, junto a él, a no cansarse de ser buenos.

Cuenta la Sra. Herminia Ramírez, su sobrina[5], en una entrevista que le hice el pasado marzo de este año, que Monseñor estando hospitalizado, le hizo saber con una serena sonrisa una cosa, “que él estaba en las manos de Dios”. Monseñor tenía ya muy comprimido los pulmones. Por eso la familia, constatando su estado de salud, no se separó de su lado. En una visita que le hiciera un vecino le dijo: “el burrito ya se cansó”; haciendo referencia a su escrito, la canción del burrito de Belén. Unos días después, en la noche, dejó para nuestros gratos recuerdos y como testimonio unas de sus últimas frases: “¡Que árboles tan bellos! ... Súbanme al cielo”.

Monseñor falleció el Sábado 28 de Junio de 2014, Vísperas del Domingo, día de la Resurrección del Señor, sin duda alguna, en los brazos maternales de María, la dama de sus pensamientos: “porque Dama de mis pensamientos, has sido tú, Virgencita querida, que guiaste mis pasos hacia el Santuario, hacia el Sacerdocio y hacia el Pontificado y los guardas también hacia la eternidad feliz”[6]. Ahora puede experimentar, más allá del sol, la cercanía de su Madre, está junto a ella de corazón a corazón en la eternidad feliz. Ella ahora le cura con vendas de cariño, con ungüento de ternura y con el algodón de sus caricias maternales. Revestido de su santo escapulario, participa de las promesas dejadas de sus labios en el Valle del Espíritu Santo, librándolo del purgatorio y llevándolo al cielo. Ella,  la Bienaventurada Virgen María, medió por él según creyó que con sus intercesiones continuas, piadosos sufragios y méritos y especial protección, le ayudarían después de la muerte, principalmente el sábado, día a ella dedicado.

Estos últimos días de Monseñor entre nosotros trajo consigo el luto que es natural. Sin embargo su grandeza ha cambiado nuestro luto en danza, en gozo. Mons. Ramírez, el obispo más grande que su catedral sigue siendo “un libro abierto para que todo el que a él se acerque, beba de su misma fuente y sacie su sed”[7], que ahora, más allá del sol, sigue alegrando a su pueblo, haciéndolo entonar, como buen músico y poeta, versos de gloria a su Señor y a nuestra Madre la Virgen Del Valle. (Más allá del Sol, El paso a la vida eterna de S.E.R. Mons. Antonio José Ramírez Salaverría).



[1] MESTES M., Hacer y Enseñar, Archivo Arquidiocesano de Mérida, Noviembre de 2009, pág. 35.
[2] Ibídem, pág. 132.
[3] Entrevista exclusiva a Herminia Ramírez, 21 de Marzo de 2017.
[4] Padre Marcelino D’Arthenay en el libro: “Hacer y Enseñar” de Marielena Mestas Pérez, pág. 60.
[5] Entrevista a Herminia Ramírez, (Audio) 21 de Marzo de 2017.
[6] MESTES M., Hacer y Enseñar, Archivo Arquidiocesano de Mérida, Noviembre de 2009, pág. 110.
[7] Mons. Baltazar E. Porras, Arzobispo Metropolitano de Mérida en el libro: “Hacer y Enseñar” de Marielena Mestas Pérez, pág. 14.

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